Vengo a VISITARTE

Hoy celebramos la fiesta de la Visitación. María sale de su casa, embarazada, a visitar a su prima Isabel. Seguramente necesitaba hablar con ella, estar con alguien cercano con quien compartir lo que estaba viviendo, tener el espacio de libertad y confianza en el que poder expresar «¡Proclama mi alma la grandeza del Señor, Él ha puesto sus ojos en mí, Él hace cosas grandes!»

Podemos decir que su «visita» no es como las nuestras, ella se quedó con Isabel tres meses, para nosotros una visita de tres horas ya está suficientemente bien. El término «visita» lo tenemos un poco abandonado o etiquetado, usarlo suena a antiguo o a hospital, porque cuando queremos expresar más familiaridad decimos que alguien «ha venido a vernos» o somos nosotros los que «vamos a ver» a alguien, pero decir «visitar» tiene hoy cierta connotación de cumplimiento, poco familiar.

A pesar de estos significados que le hemos ido dando a la palabra, aún conserva algo propio y único, que permanece en el texto del Evangelio: visitar implica dejar nuestra casa y entrar en otra, si no, no es una visita. Dejarnos visitar implica abrir las puertas de nuestra casa y acoger al que viene; habrá veces que estará programado, otras veces los otros llaman a nuestra puerta y no lo esperamos. ¿Cómo aprender a acoger, a crecer en hospitalidad? ¿Cómo «desapegarme» de lo mío y regalar mi tiempo y mi espacio a los otros?

Esta fiesta que celebramos nos invita a hacer de nuestra vida una constante jornada de puertas abiertas, porque Dios ha decidido dedicarse a VISITARNOS para siempre, y lo hace de distintas maneras, con diferentes rostros. Y cuanto más abierta esté la puerta de nuestra casa más fácil es que los otros entren y más escucharemos las llamadas del mundo a salir a su encuentro, a visitarlo, no a la manera de las «visitas del médico», sino a la manera de María e Isabel: «En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre».

Feliz día.