Travesía en el desierto

Hace demasiado tiempo que estamos en el desierto, vivimos asentados en un lugar que en principio debe ser de paso, y por mucho que avanzamos, no terminamos de ver que esta ruta nos lleve a ninguna parte. Hay grupos que empiezan a quejarse ante la situación. No hay agua ni pan, y como sigamos así intuimos que algunos empezarán a morir pronto… Estamos cansados y hemos dejado de caminar. El sol se hace insoportable a pesar de las tiendas que vamos colocando para protegernos, y las noches se vuelven tan frías que añoramos la asfixia de la mañana. El problema no es sólo el hambre, la sed y el calor, sino el malestar que empieza a haber de manera generalizada en el grupo; la violencia se gesta en pequeños núcleos de personas, aparecen las críticas y las miradas desafiantes ante quienes lideran nuestra travesía, la desesperación empieza a acampar entre nosotros.

desiertoHemos decidido alzar la voz y hablar contra Moisés quejándonos de Dios. Esta situación es peor de la que teníamos en Egipto, allí estábamos bajo el yugo de nuestros opresores, sufríamos por el trabajo forzado, pero teníamos un hogar y la seguridad de que no moriríamos a la intemperie. ¿Qué tenemos en el desierto excepto arena, soledad y cansancio?, ¿qué hacemos aquí transitando hacia ninguna parte?, ¿en qué cabeza de Dios cabe que esto es vida?, ¿nos has traído a morir aquí?

El odio plagaba las quejas contra Moisés, se nos cerraron los oídos a cualquier respuesta que quisiera darnos, porque cuando escuchamos la palabra “muerte” el miedo se apoderó de nosotros. Había que salvar la vida a toda costa. Empezamos ver a algunos morir y el campamento entró en el pánico que deshumaniza. Se acabó la solidaridad generalizada y ganó el egoísmo, no podríamos sobrevivir todos, por tanto, mejor salvar la propia vida y la de nuestro pequeño grupo, aunque fuese al precio de las demás. Así pasamos un tiempo, llenos de rabia contra Dios y contra los que estaban en el campamento. Aquellos que habíamos salido de Egipto como pueblo elegido, celebrando la liberación, éramos ahora competidores y enemigos.

Era difícil romper la cadena del miedo al egoísmo, y del egoísmo al odio, y del odio a la muerte. Moisés estaba a lo lejos, siempre a la mitad de la montaña, como si viviese entre el cielo y la tierra. Mientras nosotros nos peleábamos por la comida, él parecía ausente de todo, ¿cómo pudo sobrevivir? Si el pueblo se iba quedando reducido, mordido por nuestro ser deshumano, ¿por qué a él las contrariedades de cada día parecían no hacerle temer la propia muerte? Miraba al cielo casi continuamente, podría haberse quedado ciego de Dios, de tanto que le miraba, hablaba, gritaba, y quizás lloraba. Seguramente él tampoco entendía muchas cosas, pero una cosa le diferenciaba de nosotros, no quiso dejar de escucharle y comprenderle.

Un día bajó de la montaña. Llevaba en su cara el signo profundo de haber escuchado a Dios. Transmitía fuerza a pesar de su rostro débil, y su tono de voz para con nosotros era tal que nadie dudó de su verdad… quizás porque en nuestro interior ya sólo había una súplica anhelante de respuesta: por favor, aparta de nosotros esta situación, sálvanos.

Moisés nos habló de Dios, nos recordó cuánto se preocupaba por nosotros, cómo Él nos había deseado  ser un pueblo libre, apartado de la opresión y la desesperanza, y sin embargo, habíamos elegido de nuevo el yugo de la deshumanización que nos estaba haciendo víctimas de nosotros mismos y había cerrado nuestro corazón a su palabra de padre. Nos describió tan bien nuestro propio pecado que podíamos mirarlo cara a cara, a los ojos, quedando descubierto, desenmascarado, inútil.

No todos escucharon a Moisés, no todos recibieron sus palabras, y algunas críticas quedaron entre algunas personas del pueblo. Pero para otros, la imagen de lo que podíamos llegar a ser quedó grabada en nuestra mente como un estandarte, y era atreviéndonos a mirarla, no negándola ni huyendo despavoridos, como Dios nos hacía fuertes y nos libraba de ello.

El desierto siguió allí con sus adversidades, y también nosotros. No desapareció el sufrimiento, y –por qué negarlo- tampoco en ocasiones la desesperanza, pero algo sí había cambiado, ahora teníamos la experiencia de poder salvar la propia vida de otra manera.

Lectura del libro de los Números 21, 4-9
En aquellos días, desde el monte Hor se encaminaron los hebreos hacia el mar Rojo, rodeando el territorio de Edom. El pueblo se cansó de caminar y habló contra Dios y contra Moisés: – «¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en el desierto? No tenemos ni pan ni agua, y nos da náusea ese pan sin sustancia». El Señor envió contra el pueblo serpientes abrasadoras, que los mordían, y murieron muchos de Israel. Entonces el pueblo acudió a Moisés, diciendo: – «Hemos pecado hablando contra el Señor y contra ti; reza al Señor para que aparte de nosotros las serpientes». Moisés rezó al Señor por el pueblo, y el Señor le respondió: – «Haz una serpiente abrasadora y colócala en un estandarte: los mordidos de serpientes quedarán sanos al mirarla». Moisés hizo una serpiente de bronce y la colocó en un estandarte. Cuando una serpiente mordía a alguien, este miraba a la serpiente de bronce y salvaba la vida.