Reflexiones sobre San Damián de Molokai

Este miércoles 10 de mayo celebramos la fiesta de San Damián de Molokai. En estos días previos nos vamos acercando a su vida, a su corazón de servidor, para que ilumine nuestras vidas y se hagan cada día más fecundas.

«Esta vida impresionante no puede dejarnos indiferentes. Es uno de los casos en que uno comprueba cómo el grano que muere puede ser fecundo, y que es posible dar la vida por amor, sin retorno ni recompensa. Una entrega como la de Damián arrastra más que centenares de prédicas. A todos nos desinstala, y uno se pregunta al pensar en él, qué ha hecho con su vida. La vida sólo vale para entregarla, y entregarla a los más pequeños y sufrientes.» (Pablo Fontaine ss.cc.)

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«Un día de 1873, el Obispo Vicario Apostólico, responsable de misiones, le contó a un grupo de jóvenes misioneros su honda preocupación por la situación de los leprosos en la isla Molokai. Ésta estaba destinada por el Gobierno como lugar de reclusión al que iban a morir los enfermos cuyo diagnóstico se hacía en el leprosario de Honolulu. Quedaban separados en un lugar desolado que sólo tenía salida por mar, pues para ir al resto de la isla había que subir un acantilado de 1000 metros, casi inaccesible.

Allí morían de a poco unos 800 leprosos con una atención médica mínima, con mucha pobreza, falta de higiene y promiscuidad. El alcohol, el abandono, la falta de esperanza, los tenía en la mayor degradación moral. En cuanto el Vicario expresó a esos misioneros su inquietud por la atención espiritual de los leprosos, ellos se ofrecieron prontamente para ir. Damián fue elegido. Le había dicho al Obispo:

“La muerte voluntaria es el principio de una vida nueva: estoy pronto a sepultarme vivo con esos infortunados, de los cuáles conozco a varios personalmente”.

Seis días después, el padre Damián, a los 33 años, desembarca para siempre en Molokai. Había dejado llorando su comunidad de Kohala y llegaba ahora a una tierra que todos temían donde había una población hostil y amargada. Llegaba sobre todo al lugar del contagio, del mal olor, de la enfermedad que pudre en vivo a sus víctimas y las deforma, al lugar de la muerte.

Desde su llegada, Damián se asimiló en todo a la vida de los leprosos y se puso a su servicio. Así fue venciendo resistencias y logró hacerse ayudar de los mismos isleños en la obra civilizadora y evangelizadora que emprendió.» (Pablo Fontaine ss.cc.)

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«Damián comenzó por construirse una pequeña casa en que vivió cinco años, solucionó el problema del agua para la población mediante un drenaje, reconstruyó las casas de los isleños dañadas por un huracán, les enseñó a trabajar la tierra y los entusiasmó a ponerse a la obra, arregló el desembarcadero, reconstruyó las dos capillas, creó un coro y la banda de música. En correspondencia con los leprosarios del mundo, fue mejorando las técnicas para aliviar a los leprosos. En fin, predicó, preparó a la recepción de los sacramentos, repartió alegría y esperanza entre su gente.

Compartiendo en todo la vida de los leprosos, nunca tomó precauciones para no contagiarse. Éstas habrían resultado hirientes para sus amigos. Damián fue uno de ellos para amar y servir. Eso era lo único importante. El contagio no contaba. Dice el Dr. Mouritz, que lo conoció en sus últimos años:

“Si el padre Damián hubiera escapado de la lepra, hubiera sido un milagro. Despreocupado del peligro de contagio, el padre Damián vivió y trabajó junto a un cementerio de mil cadáveres que exhalaban las fétidas miasmas de la lepra, cubiertos de apenas un pie de tierra (…) Recibía visitas de leprosos que comían en su mesa y fumaban su pipa. Lo he visto con mis ojos. Con tal de ayudar a los leprosos, el padre Damián no se inquietaba por el peligro de contraer la lepra”.

A los diez años de estar en Molokai, el padre Damián tuvo la certeza de ser leproso, hecho que tomó con tranquilidad, como algo que estaba programado desde el comienzo. Ahora podía decir con entera verdad en su predicación: “nosotros los leprosos”. (Pablo Fontaine ss.cc.)