¿Es posible un mundo mejor?

El evangelio de hoy me hacía recordar un pequeño librito, parte de una colección que salió por el año de la misericordia. Este en concreto fue escrito por el Padre Ángel, fundador de Mensajeros de la Paz y actual párroco de la Iglesia de San Antón, en Madrid, una Iglesia que tiene sus puertas abiertas las 24h del día, para que quien quiera y cuando quiera vaya, rece, coma, duerma, se duche… Todo lo que ellos pueden facilitar, lo hacen, gracias en gran medida al trabajo de los voluntarios durante todo el día, todos los días.

El comentario al evangelio de este domingo me gustaría que lo hiciera él, pues es una de esas personas “autorizadas”, no porque escriba mucho y bien, sino porque vive lo que dice. Os dejo un extracto del libro: “Vestir al desnudo”, con el deseo de que en este último domingo antes del comienzo del Adviento, él nos ayude a entender qué significa eso que tanto le gustaba repetir a Teresa de Calcuta: “Cuando lo hagáis con uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis”.

“Sé bien que este no es el lugar para dar una homilía, aunque si homilía es hablar de lo divino y de lo humano, no estaría mal. Tampoco es el lugar para un mitin. Éste es el lugar para modestamente hacer algunas reflexiones, para vosotros y para mí, como las he hecho muchas veces, sentado o de rodillas, antes de comenzar el trabajo de cada día. No leeréis grandes novedades o aportaciones originales. En este terreno no caben inventos o descubrimientos, pero sí mucho corazón. Y también perseverancia. Y a mi edad, nadie puede acusarme de falta de perseverancia.

No voy a hablaros de mí, tampoco de Mensajeros de la Paz, voy a hablar de un mundo mejor, de que es posible hacerlo y de que entre todos ya lo estamos haciendo. Voy a hablar de que hay muchas más personas buenas que menos buenas, de que hay muchos hombres, mujeres, niños y ancianos buenos en el mundo.

En ningún momento de la Historia, ni ayer ni antes de ayer, ni hace siglos, hubo tanta solidaridad, tanta preocupación por mejorar las condiciones de vida de las personas y sobre todo de las más desfavorecidas. Existen muchísimas dificultades, lo sabemos, pero también infinidad de oportunidades. Todos somos conscientes de que la vida es preciosa; de que hay que vivirla con dignidad y ayudar a otros a poner dignidad en la suya; de que la vida hay que disfrutarla y sobre todo, compartirla. Creo que además es una obligación que tenemos todos: mirar por el bienestar de los demás. ¿Os imagináis un mundo en el que pudiéramos dar abrigo a los que tienen frío, en el que los que más tienen diesen a los que menos tienen? Parece una utopía, pero yo os aseguro que puede y debe ser una realidad, porque un mundo mejor es posible. Lo creo firmemente. Y esto es lo más hermoso y más importante que puede haber; no solo para hablar, sino para vivir por ello.

De entrada el mundo en el que vivimos es mucho mejor que cualquier otro anterior que la humanidad haya visto. Ha habido personas que nos han precedido, nuestros padres, nuestros abuelos, que han trabajado duro y en peores condiciones, para entregarnos un mundo lleno de valores. Nunca antes de hoy ha habido tantos hombres y mujeres destacadísimos en su lucha por ayudar a los demás. Nunca hubo tantos Vicentes Ferrer, Mohamed Yunus, madres Teresas, nunca hubo un papa Francisco. Y sobre todo nunca hubo tantas personas anónimas que compatibilizan su profesión con la ayuda a los demás, cada día de su vida, cada hora de su trabajo.

Como otros muchos, he visto situaciones humanas terribles: guerras, terremotos, tsunamis. Desgraciadamente estos desastres siempre recaen sobre los países con menos recursos y especialmente, sobre su población más pobre y vulnerable. Han sido demasiadas las ocasiones en las que he visto con mis propios ojos a miles de personas desnudas sin ropa, sin casa, sin comida, sin nada; incluso sin su familia, Pero allí, junto al dolor y el sufrimiento sin límites, he visto brillar la bondad humana.
He visto a periodistas que después de hacer su trabajo, disparar su foto o mandar su crónica, recogían en sus brazos a las víctimas del bombardeo que acababan de presenciar y luego recorrían ciudades y campos con sus propios coches llenos de heridos para buscarles atención médica. He visto a militares cuidando de quemados civiles en su mismo cuartel.

E incluso he visto a toda una Reina, nuestra Reina emérita doña Sofía, llorar ante el dolor de sus semejantes. ¿En qué momento de la Historia una Reina ha llorado a la vista de todos, al mismo tiempo que acariciaba las manos de un hombre que lo había perdido todo? Esto es algo que os puedo contar porque lo he visto con mis propios ojos. O incluso coger en sus brazos a niños enfermos de sida cuando ha visitado nuestros hogares.

En todos los sitios he visto bondad, más gente buena que menos buena, mucha gente concienciada en hacer el bien. Incluso he conocido a verdaderos santos. Algunos ya están en los altares, y a otros no los elevarán jamás (quizás porque han sido incómodos, imprudentes), aunque no por ello hayan sido menos santos ni menos buenos.

Desde el principio estoy hablando de bondad, de desarrollo, de mejoras. Aunque alguno pueda extrañarse, mi tono es esperanzado, porque creo que hay una esperanza para el mundo, aunque no quiero alejarme de la realidad. También hay que decir y gritarlo si hace falta a los cuatro vientos, que la situación que vive la mayor parte de la humanidad hoy en día es realmente trágica. No quiero abrumar a nadie, solo recordar que más de 3.500 millones de personas viven en la pobreza extrema, resistiendo con menos de dos dólares diarios, y que cada día mueren 30.000 niños menores de cinco años por esta causa. Ante el dolor humano, ante la tragedia, ante las duras escenas de hambre y muerte, muchas veces nos llevamos las manos a la cabeza y apagamos la tele porque se nos indigesta la comida. Pero debemos tomar una postura activa, un compromiso social.

Mucha gente se acerca en algunas ocasiones para preguntarme: ¿Qué puedo hacer yo para ayudar a los demás? ¿Cómo puedo mitigar ese sufrimiento que veo a mí alrededor? Yo les digo muchas veces que ya es bueno y positivo hacerse esa pregunta. Es el primer paso, la primera victoria contra la injusticia, compartir el dolor de los demás y sufrirlo como si fuera de uno. Lo siguiente es actuar y dejarse llevar por el corazón; lo demás vendrá por añadidura. A veces no se puede hacer mucho más pero esa impotencia no es una derrota ni un fracaso. Yo mismo cuando he ido a ayudar a poblaciones que sufren guerras o catástrofes, llega un momento en que no puedo hacer más que rezar. Y cuando digo rezar me refiero a sentirse cerca de los que sufren, que nos duela en el alma su sufrimiento. Incluso eso es bueno y alivia.

Recuerdo una vivencia en El Salvador, tras los terremotos de 2001. Habíamos montado un albergue, repartido mantas, comida, curas. Se nos había acabado ya todo lo material. Entonces vi a una mujer a lo lejos, sola, sentada sobre una piedra. Me acerqué a ella con las manos vacías y estuvimos hablando. Lo había perdido todo: bienes y familiares. Yo no le podía dar nada. Le expliqué que se nos había acabado todo, le pedí perdón. Pero ella me dio las gracias. “Gracias, me dijo, por haberme escuchado, porque compartiendo mis penas con usted, parece que me pesa menos, que no me duele tantísimo”.

Cuando uno llega a mi edad, o pasa por momentos en los que la vida se pone seria de verdad, comprende que lo único verdaderamente importante es el bien que se ha hecho. Es lo único que, cuando llega la hora, “nuestra hora”, podemos llevarnos bajo el brazo. Me siento feliz porque, después de toda una vida dedicada a todo esto, es mucho más lo que recibo que lo que he dado o puedo dar. Y desde esa experiencia quiero deciros lo importante que es: creer en Dios y creer en los hombres. Querer y dejarse querer por los demás. Evitar la soledad.

Cada uno de nosotros puede aportar su granito de arena para hacer que un mundo mejor sea posible. Me daría por satisfecho si con estas páginas hubiese sido capaz de contagiaros algo de la esperanza y de la ilusión en esa creencia, y que “este mundo mejor”, es algo que no está a prueba, sino bien cimentado en la bondad, la solidaridad y el amor.

El gran secreto, la gran esperanza: Amar y dejarse amar. Y entender que, como en Mateo 25, en cada hambriento al que damos de comer, en cada sediento al que ofrecemos bebida, en cada desnudo al que vestimos, en cada forastero al que acogemos, cada enfermo o preso al que visitamos, allí mismo, está Dios. También cada uno de nosotros hoy tenemos la posibilidad y la responsabilidad de construir un mundo nuevo. Y especialmente en cada niño, anciano, refugiado, inmigrante, enfermo, preso, descartado de la sociedad, en sus ojos abiertos y suplicantes, temblorosos, ahogados, indecisos… Ahí, también ahí, sobre todo ahí, está Dios. Y nos pedirá cuentas si no lo acogemos.”

Padre Ángel, «Vestir al desnudo»
Fundador Mensajeros de la Paz