En una sala de un hospital cualquiera

A nadie le gustan las salas de espera de un hospital. En general no nos gusta que nos hagan esperar en ningún sitio, pero menos aún si cabe, en un hospital. Hay en ellos un «noséqué» de no controlar, de debilidad, de desear «que no sea nada», que nos pone nerviosos… Creo que deberían cambiarle el nombre a los hospitales y ponerles algo así como «Lugar donde aprender a nacer de nuevo».

El caso, que no nos gustan las salas de espera. Y si tienes que esperar en la sala de trasplantes, ya ni te cuento, pues allí no puedes hacerte el tonto. Estando aquí, me sorprende que la gente hable unos con otros (lo que no es tan común si te vas a otras salas de espera dentro del mismo hospital). Allí hablan y se preguntan: -¿Qué tal, es la primera vez que vienes? – ¿Cuántos años llevas trasplantado? – ¿Y tú, qué medicación estás tomando, te va bien el “Advagraf”? – ¿Cuáles fueron tus primeros síntomas?

Allí no hay enfermos y sanos, allí no se presupone qué le pasará al vecino, pues hay una enfermedad que los unes a todos. Un fallo en el riñón. Punto. Así de simple (o de complicado…). Sea del tipo que sea, allí todos están “defectuosos” por lo mismo. Y quizás por eso, no hay apariencias que guardar.

Compartimos preguntas, pero también silencio. Silencio que rompe de vez en cuando el susurro de una conversación: – “Están llamando primero a los que no son de Salamanca” – “Estoy un poco nervioso, a ver qué tal la analítica…” Conversaciones que dejan entrever quién es aquel a quien tienes delante, y que nos unen a unos y a otros en una historia común. Según pasan los minutos, ya no solo te preocupas por ti, o por aquel a quien acompañas, de repente te descubres pensando y rezando por aquél, que se llama Esteban y está nervioso. O por Carmen, que lleva 12 años trasplantada y no pensó que fuese a durar tanto…

Las vidas se entretejen en la vulnerabilidad compartida.

Sale Esteban, y todos le miramos preguntando sin palabras “qué tal…” – “Todo bien, la analítica está normal, me voy a casa”. Luego le toca a Carmen, que al salir también se despide con un “hasta la próxima”, y se llevan sin saberlo un trocito de nosotros con ellos. Y siguen pasando los minutos… y nos quedamos en silencio. Un silencio agradable, expectante, confiado… cargado de cierto nerviosismo por el qué pasará. “Mirad los lirios…” resuena en mi cabeza.

Y de repente un ruido nos sobresalta a todos. Es el minutero del reloj de pared que preside la sala. La aguja ha pasado al minuto siguiente con un estruendo irrespetuoso para la atmósfera que allí estábamos viviendo. Un minuto más. Y es que allí, en esa sala de espera, ese sencillo y ruidoso reloj nos recuerda que el tiempo pasa, que la vida continua implacable. Y trae consigo una pregunta:

¿Qué vas a hacer con el tiempo que se nos da dado?