Viernes Santo: meditación mirando la cruz

Oración de meditación mirando la cruz

Momentos después de la muerte de Jesús, me encuentro de pie sobre la colina del Calvario, ignorante de la presencia de la multitud. Es como si estuviera yo solo, con los ojos fijos en ese cuerpo que pende de la Cruz.

Miro al Crucificado despojado de todo: despojado de su dignidad,
desnudo frente a sus amigos y enemigos,
expuesto a la burla, a la risa, al ridículo.

Despojado de su reputación.
Mi memoria revive los tiempos en los que se hablaba bien de él,
en los que su nombre se cotizaba y era rentable ponerse a su lado.

Despojado de todo triunfo.
Recuerdo los años en que se aclamaban sus milagros y sus palabras
y parecía que su Reino estuviera a punto de establecerse,
soberanamente, con esplendor, para siempre.

Despojado de todo apoyo humano.
Incluso los amigos que no han huido son incapaces de echarle una mano,
de seguir a su lado, de darle aliento, de morir junto a él.

Despojado de la vida,
despojado de su Dios y Padre, de quien esperaba que iba a salvarlo,
del Dios de quien había querido ofrecer un nuevo rostro,
que ahora se hacía añicos.
Mientras contemplo ese cuerpo sin vida, desfigurado, ensangrentado,
voy comprendiendo poco a poco que estoy contemplando
el símbolo de la libertad perfecta,
de la gloria del hombre que se ha liberado a sí mismo
de todo aquello que nos hace esclavos, que destruye nuestra felicidad.

Pienso en mi esclavitud con mi Dios.
En las veces que he tratado de usarlo para hacer mi vida más segura,
sin sobresaltos, tranquila, carente de dolor y de miedos,
sin más compromisos que unas cuantas prácticas religiosas.

Por último pienso en cuán apegado estoy a la vida, a mi vida.
Cuán paralizado estoy por toda clase de miedos, de peligros,
incapaz de afrontar riesgos,
por el temor a perder amigos o reputación,
a verme privado del éxito, o de la vida, o de Dios.

Por temor a gastarme inútilmente,
a perder lo que la vida me ofrece
y lo que los demás disfrutan.
Y entonces miro de nuevo al Crucificado en el Calvario,
que alcanzó la liberación definitiva en su pasión,
en su muerte humillante, en su abajamiento,
cuando luchó contra sus ataduras, se liberó de ellas y triunfó.

Me arrodillo y toco el suelo con mi frente,
deseando para mí, para todos,
la libertad y el triunfo, la vida y la gloria
que resplandecen en ese cuerpo que pende de la Cruz, desfigurado y sucio,
pero limpio de todo lo que estorba, de lo que hace crecer por fuera
pero ahoga lo de dentro.

Y en mi oración oigo cómo resuenan dentro de mí
aquellas palabras del ahora silencioso y mudo Crucificado:
“El que quiera seguirme que se niegue a sí mismo,
cargue su cruz cada día y se venga conmigo.”

(Anthony de Mello)

Imagen portada: Crucificado