Damián de Molokai

Hoy celebramos la vida de San Damián de Molokai, el Padre Damián, la figura más conocida de la Congregación de los Sagrados Corazones. Hoy es un día de alegría y de celebración, porque con él se nos recuerda que la entrega a los demás es la fuente de la verdadera felicidad, aunque conlleve dar la vida hasta el final, tal y como Jesús hizo. Damián siempre nos impulsa y nos interpela: tiene esa fuerza que nos lanza hacia delante, que nos mueve a la entrega cada vez mayor, que nos motiva con su ejemplo radical y profundo, también nos cuestiona sobre cómo estamos atendiendo -dando nuestra vida, nuestro tiempo, nuestras capacidades- a las realidades más empobrecidas de hoy, y no deja de preguntarnos si nuestro alimento, como lo era para él, es sólo Dios: “Sin la presencia continua de nuestro divino Maestro en el altar de mis pobres capillas, jamás hubiera podido perseverar compartiendo mi destino con los leprosos de Molokai.

Damián, a pesar de realizar toda su misión en la lejana isla de Molokai, es un santo cercano, porque su historia se entiende, se capta y se retiene de manera directa. Damián alimenta la vida de todos los que nos sentimos Sagrados Corazones con la “sencillez” y “simplicidad” de hacer lo que claramente pone el Evangelio: curar, cuidar, salir al encuentro, estar en los caminos, anunciar la Buena Noticia. Siguiendo estas indicaciones, el joven belga que era José de Veuster acabó en Molokai muriendo con sus leprosos, siendo uno más, habiendo pasado por el mundo haciendo el bien. Esto que se explica, como el en propio Evangelio, de una manera tan sencilla, nuestro corazón sabe que es mucho más complejo, y, sobre todo, mucho más profundo: implica tener nuestro corazón deseando siempre estar siempre al lado del Corazón de Jesús, confiando en que de Él lo recibimos todo.

Damián fue un hombre de confianza en Dios, de adoración y Eucaristía, así nos lo cuentan sus cartas, y también fue un hombre de la vida cotidiana, preocupado por los enfermos, por todo lo material que les hacía falta. Tenía un corazón compasivo y a la vez lúcido para distinguir entre el bien y el mal. Tenía unas manos y unos sentidos siempre atentos, pero sin idealismos, con naturalidad, nombrando lo que a veces le era desagradable, captando en la pobreza la belleza y el caos.

Por todo esto su figura es tan fuerte, y se ha convertido en modelo para todos, para la Iglesia. Porque Damián con su vida nos habla y nos cuestiona. Nos invita a preguntarnos qué hacer en nuestro mundo de hoy: cuánto, qué y cómo está pidiéndonos Dios en este momento. Damián lo tuvo claro:

Cuánto: todo.
Qué: la vida.
Cómo: como lo hizo Jesús.

Y así, “sencillamente”, se sintió “el misionero más feliz del mundo”.

Imagen: Siro López para Revista 21

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