Enriqueta Aymer, mujer vulnerable

En pleno otoño, contemplando maduros los frutos, viendo caer silenciosamente las hojas, gustando el silencio que permite cuidar las raíces de nuestra existencia, esperando la lluvia, preparando la tierra y sembrando pues “Si el trigo no cae en tierra y muere no da fruto,… pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24-26), como cada noviembre, profundizamos y celebramos a nuestra Fundadora Enriqueta Aymer.

Enriqueta nos sigue hablando como mujer creyente que busca su lugar en la Iglesia no sin dificultades, es referente de creatividad para sortear los aprietos en la clandestinidad, de vivirse en igualdad en la relación con los varones, de innovar en Vida Religiosa arriesgando, llamando a muchas puertas para fundar casas de adoración y escuelas que puedan enseñar a amar el evangelio. Enriqueta se nos muestra en las relaciones personales y comunitarias como la madre buena que conoce a sus hijas, hermanas y compañeras, habla de ellas y con ellas con familiaridad, ternura y sinceridad.

Siguiendo con el otoño inicial – existencial quiero subrayar un aspecto precioso de nuestra Buena Madre: su experiencia de vulnerabilidad que la impulsa a enraizarse en la búsqueda permanente de Dios. Verse perseguida, escondida y esconder a otros con lo que supone de riesgo, pasar por la cárcel,… experiencias de vulnerabilidad tremenda. A Enriqueta no la paralizan, la transforman en buscadora, en mujer orante con una sensibilidad especial para percibir los signos de Dios y ponerse al servicio del Evangelio.

Por sus escritos sabemos que Enriqueta no tenía recato en describir su vulnerabilidad física, psicológica o espiritual. Describía su soledad y el deseo de entrar en el Corazón de Jesús para encontrar la compañía que no desaparece nunca. También conocemos la angustia que sentía por no tener noticias de personas queridas, por la indiferencia u obstáculos de otros que impedían llevar bien asuntos de la Fundación. Comunicaba viva y contundentemente lo que sentía y padecía. Con normalidad habla de tristeza, cuando hay fallecimientos de hermanas, o abandonos de personas significativas. No tenía reparo en describir las tomaduras de pelo que afrontaba para sacar adelante las casas que quería poner en marcha y no escondía lo cansada e impotente que se sentía tantas veces.

Al final de su vida, Enriqueta vive la vulnerabilidad máxima producida por una enfermedad que la hace totalmente dependiente de los demás y la aboca a la entrega definitiva. Encarna perfectamente lo que deseaba que fuera nuestra familia religiosa: “El fin de nuestro Instituto es reproducir las cuatro edades de nuestro Señor Jesucristo: su infancia, su vida oculta, su vida evangélica y su vida crucificada…” Enriqueta anteriormente había expresado a Dios el ofrecimiento radical con el voto de crucifixión. Con conciencia clarividente siempre encontraba la misma salida: confiar su vida al Amor de Dios. Ya no le servían otras maneras. Sólo Dios entendía el alcance y profundidad de su entrega en medio del dolor y el sufrimiento. Dios le concedió lo que tantos creyentes pedimos: Señor concédeme la experiencia de tu presencia en el dolor, en el sufrimiento, en la enfermedad para que me pueda confiar y abandonarme a Ti.