Tiempo de mensajes – Enriqueta Aymer

Cualquiera que haya tenido la oportunidad, las ganas y el tiempo de acercarse en algún momento a los escritos de Enriqueta Aymer, la Buena Madre, se habrá dado cuenta de que una gran proporción de sus escritos (no me he puesto a medirlo, quién sabe si en esta cuarentena lo haga) es correspondencia sobre cuestiones relacionadas con la vida diaria. Están escritas con bastante rapidez y poco cuidado lingüístico, más preocupada por la urgencia de los acontecimientos que por la elección de las palabras.

Para encontrar alguna frase de las que nosotros consideramos “espirituales” (quizás a este concepto también tendríamos que darle una vuelta), uno tiene que ir pacientemente por su correspondencia leyendo sobre el estado de las comunidades, las casas, la precariedad económica y la búsqueda de recursos de todo tipo, la vestimenta, la comida… Y, aunque parezca lo contrario, todo esto acaba teniendo algo de místico, porque nos presenta a una mujer en la tierra, que, buscando el amor al cielo, toca el barro de la rutina, la preocupación y la alegría de la vida diaria, esa que está cargada de realidad, poco misticismo y mucha adoración.

La Buena Madre, al estilo de su tiempo, saluda o manda saludos en sus cartas a multitud de personas que no acabamos sabiendo si se lo devuelven o no, y hay un tema especial que le preocupa: la salud. Las condiciones del siglo XIX sabemos que no son muy favorables en Francia, y la muerte llega en ocasiones con más rapidez y fuerza de lo esperado. Hermanas jóvenes enfermas, salud precaria, fallecimientos dolorosos. Enriqueta, desgraciadamente, sabe de fragilidad, de preocupación y de dolor, porque no puede dejar de lado esa parte de “madre” que tiene con todas sus hermanas de Congregación, y que la convierten, con mucho merecimiento, en la “Buena Madre”.

Es tiempo de acercarnos a los demás, de convertirnos en “buenos hermanos” unos de otros, de mandar mensajes de cariño, de presencia, de esos que hacen la distancia más corta, porque “a cien leguas o a diez mil, nunca estaremos lejos: los lazos que nos unen no conocen distancias; el corazón las recorre todas”. Tenemos mucha suerte, estamos llenos de posibilidades de contacto, aprovechémoslo bien y trabajemos la fineza de las relaciones humanas: el equilibrio entre la presencia y el espacio, entre las palabras y el silencio; el ejercicio del perdón, la expresión de la alegría, el regalo del agradecimiento, compartir la preocupación, el dolor, las lágrimas… y la esperanza.

Vivamos a fondo lo que nos ha tocado en este tiempo, pero no nos salgamos de ello; compartamos, como lo hizo la Buena Madre, nuestro disfrute y agobio de la vida común en casa, las dudas e incertidumbres ante la situación económica que nos acecha como una sombra cada vez más negra, hablemos de la salud y de la enfermedad, y de la muerte, que a lo mejor con esta situación deja de ser el tabú que tanto daño nos hace. Hablemos de los que más sufren, de los que, una vez más, siguen al otro lado más oscuro de la brecha social. Y hablemos ¿por qué no? de Dios, de cómo sentimos su presencia y ausencia, de cómo necesitamos a ese Buen Dios que abre el corazón y lo dispone a sacar lo mejor de cada uno de nosotros.

“He recibido tus noticias con la mayor alegría; y la distancia, lejos de enfriar mi amistad, no hace sino aumentarla cada día.” (Buena Madre)