La belleza de una vida entregada

Qué sería de la vida humana sin la belleza. Ella le da sentido a todo nuestro andar. El mismo Papa Francisco expreso que “sin la belleza no se puede entender el evangelio”. Esa belleza del evangelio no tiene que ver con un objeto que en sí mismo es bello, sino con un camino que “humaniza la humanidad, practicando la proximidad” (Casaldáliga). Para descubrir la verdadera belleza hay que estar dispuestos a salir de lo seguro y lo cómodo. La verdadera belleza nos saca de nuestros propios intereses y encierros. Y cada vez nos cuesta más salir afuera, porque estamos demasiados distraídos o entretenidos.

Desde los inicios de nuestra historia de fe, la belleza ha sido un lugar de encuentro con Dios. Son muchos y muchas que han cambiado el rumbo de sus vidas, después de verse conmovidos por una experiencia de belleza verdadera, esa que tiene un lenguaje silencioso y que nos remueve interiormente. Algo difícil de encontrar en un mundo donde nuestros estereotipos de belleza nos conducen a cuerpos estéticamente perfectos. La belleza contemporánea está asociada al éxito económico, al reconocimiento y la visibilidad. Esa falsa belleza emerge desde confusas imágenes y espectaculares luces.

De pronto irrumpe una nueva belleza. Una experiencia que rompe nuestros estereotipos y nos desconcierta. Una belleza oculta y sin estridencias. Es la belleza de la vida arriesgada. Es la luz de lo auténticamente verdadero y de quien es capaz de ir convirtiendo los sueños en ideales, y los ideales de decisiones de amor. Pero decisiones con rostros y compromisos concretos, sin discursos, ni ideologías, ni palabrerías o excesos de publicaciones perdidas en busca de seguidores. 

Hay una belleza diferente en un cuerpo gastado y entregado. En una vida comprometida y jugada, en caminos que anónimamente viven sus días y sus dones en proyectos donde el protagonismo lo tiene la comunidad. Hay belleza en manos que se abren, en brazos cansados y cuerpos heridos de tanto dar.

Una de estas nuevas bellezas está en el cuerpo de Damián, que muchas veces adorna nuestras paredes. Su rostro desfigurado, la piel caída de su mano leprosa, son la expresión de una opción y de un amor sin límites. Su rostro no disimula el sufrimiento, ni la soledad, ni su pobreza. Su cuerpo herido es bello porque está lleno de verdad. Y lleno de dolor, esconde una confianza infinita.

Cualquiera diría que un cuerpo deforme no puede ser bello y que es de sentido común decir que un cuerpo leproso está lleno de fealdad. Pero no. Esa es la belleza verdadera, la que está oculta en el escándalo de lo aparentemente feo. La belleza silenciosa y discreta como un arroyo, como un caminante nocturno. Sólo la belleza verdadera nos salva y nos lleva a Dios. La belleza de la vida arriesgada nos regala alegrías profundas y nos moviliza hacia nuevos caminos. Su luz se esconde en la fuerza de la palabra “nosotros”, que se ofrece gratuitamente para compartir la vida. Y también la muerte. Para humanizar sutilmente una tierra de abandono y marginación.

Nicolás Viel ss.cc