¡Cuántas veces decimos que creeríamos en Dios si lo viéramos, si hiciera algún milagro, si “se nos apareciera”…. La Palabra de hoy nos recuerda que ya se nos dan muchos signos, en lo cotidiano. Estamos acostumbrados a ellos, y no caemos en la cuenta de que en realidad, son “milagros”. Isaías nos habla del milagro de la vida, pero tenemos otros muchos en nuestro día a día: tener a alguien al lado que nos quiere, vivir en un entorno seguro, poder estudiar… Detente a pensar en tus “milagros cotidianos”, y si no se te ocurre ninguno, te pasa como a este hombre:
Lo reconozco, soy de esos que empiezan a disfrutar y a valorar sólo lo extraordinario. Algo así como que me he ido acostumbrando a lo cotidiano, y si no hay algo que lo rompe, que sobresale, que despunta, parece que no soy capaz de percibir que Dios está detrás. Prometo que intento vivir consciente del paso y del hacer de Dios en mi vida, pero cuando reviso el día ya sólo me detengo en las cosas que apuntan a horizontes lejanos, como si las más cercanas ya no tuviesen valor.
Sé que los grandes golpes de alegría parecen hablarme más de Dios que la felicidad que se esconde detrás de las pequeñas cosas, y que es muy difícil saborear los pequeños gestos o detalles de amor y de belleza que me rodean cada día. Pero intuyo que esas cosas ‘intrascendentes’ y que ahora me pasan inadvertidas, son el mejor jugo de la vida humana, son las que sostienen el mundo, son las que –si empiezo a poner más atención– más me hablarán de Dios.
Fonfo Alonso-Lasheras, sj