El hijo pródigo (27-mar)

Queridos amigos…

Siempre me he preguntado ¿Qué hubiese ocurrido con el hermano pródigo si antes de encontrarse con su padre lo hubiera hecho con su hermano mayor?

Hay dos actitudes que me preocupan al leer este texto…

La primera el exceso de culpabilidad en que podría caer el hijo pródigo: “¡qué malo soy! ¡No soy digno de ser hijo tuyo!” A veces me da la impresión de que queremos mantenernos en la culpa y la pena por ser como soy. Así mantengo un perfil cristiano bajo, tristón y, al fin, cómodo, pues al ser “tan desastre” no me van a pedir demasiado.

Es una actitud buena la de “entrar en sí mismo”, recapacitar y volver a casa del hijo menor. Pero siempre que no te quedes anclado en el sentimiento de pecador. El padre perdona y celebra el perdón y provoca en el hijo una actitud muy importante que es aceptar el perdón y volver a ser hijo (y empezar a dar lo mejor de sí de nuevo).

El exceso de culpa no entiende el perdón que restaura a la persona y la hace crecer. Es nefasta la culpabilidad exacerbada, que prefiere exclamar ante su propio pecado: ¡qué vergüenza ser como soy! Su intolerancia ante el propio mal es generadora de bloqueos inoperantes, porque le parece haber perdido para siempre la posibilidad del perdón. ¡Vaya narcisismo! ¿No os parece?

La segunda actitud que me preocupa la podemos llamar el “fariseísmo” (haciendo honor a quienes va dedicada en parte esta parábola). El fariseo es aquella persona que se cree justo y piensa que los demás no lo son tanto.

¿Qué hubiese hecho el hermano mayor si hubiese visto a su hermano antes que el padre? ¿Acaso esperarle con un abrazo al que vuelve roto a casa? O más bien un: tú te lo has buscado, te lo dije o un “si es que siempre has sido un…”


El hermano mayor es el exponente perfecto del fariseísmo. Lleva años cumpliendo con su padre –su hermano no-, pero no a gusto, ni reconociéndose regalado por él. Más bien, se le está llenando el alma de facturas, …que espera algún día cobrar. Su fiesta no es estar con su padre. Por eso, en la hora de las gratuidades, descubre que, ni le ama –no tiene, según él, nada que agradecerle-, ni es capaz de alegrarse al ver cómo perdona a su hermano menor, “ese hijo tuyo”.

Lo triste del fariseo es que, en realidad, no conoce cómo es Dios, ni está dispuesto a aceptar sus actuaciones de Regalador. Tampoco a repetirlas con otros, claro.

Jesús cuida los detalles del relato, dibujando a un padre que habla con cariño a un hijo y a otro, no reprocha nada a ninguno de los dos, y no duda en buscar también al mayor, para recordarle su situación de regalado –“¡hijo mío, si todo lo mío es tuyo!”- y explicarle el motivo fundamental por el que debería sentir gozo –“deberías alegrarte, porque este hermano tuyo ha vuelto a vivir”-. De la fiesta está ya disfrutando, sin esperársela, el hijo pequeño. Se ha enterado ya, entre lágrimas, cómo es su padre…

Ni fariseísmo ni culpabilidad llevan a Dios, porque los dos provienen de una mala lectura de lo que es el pecado y el perdón.

¿Cómo avanzar en la Cuaresma? Acepta que eres querido como eres, con tus incoherencias, pecados y con tus fortalezas (pero no por ellas). Eres un discípulo como Pedro, Juan, Tomás… todos son personas rotas arregladas por Dios. Piensa cuando te dejas llevar por la culpa excesiva o el fariseísmo que te impiden ver cómo es Dios realmente contigo.

Pedro Gordillo SS.CC.