“Lágrimas para la vida” (26 – mar)

 Juan (11,3-7.17.20-27.33b-45):

Este V domingo de Cuaresma se nos ofrece el relato de la resurrección de Lázaro. Con él casi termina el tiempo de preparación para Semana Santa: el próximo domingo será ya Domingo de Ramos. Las últimas semanas hemos escuchado también otros pasajes del evangelio según Juan: Yo soy el Agua viva, dijo Jesús a la Samaritana hace dos semanas. Yo soy la Luz del mundo, nos dijo al abrir los ojos a un ciego de nacimiento. Esta semana la promesa del Señor llega a su cumbre: Yo soy la Resurrección y la Vida, nos dice Jesús a cada uno de nosotros al devolver la vida a Lázaro.

Cuando el evangelio nos habla de milagros, se nos puede hacer difícil comprenderlo. Pero recordemos que para el evangelista Juan, lo importante no es el hecho maravilloso –nunca usa la palabra “milagro”– sino su sentido: en el cuarto evangelio, Jesús hace signos que son obras por las que se nos da a conocer, toca nuestra vida y la transforma.

Entonces, ¿qué sentido tiene el signo de la resurrección de Lázaro? ¿Y de qué forma nos toca y nos transforma al final de esta Cuaresma?

Fijémonos en el diálogo del Señor con su amiga Marta. Aunque profundamente afectada por la muerte de su hermano, Marta expresa su certeza en la resurrección: «Sé que mi hermano resucitará en la resurrección del último día». Ciertamente, en la época de Jesús, en el seno de la religión judía, había ya una esperanza más o menos general en que Dios haría resucitar a los muertos en el «último día». Se trataba de una idea vaga, que nadie sabía muy bien en qué había de consistir… en la que, quizás, muchos cristianos permanecemos aún.

Pero Jesús –como sucede siempre en el evangelio de Juan– está hablando en otro nivel. No está pidiendo a Marta que crea en una idea. Su pregunta significa: ¿Crees en mí? ¿Confías en mí? ¡En su propuesta no hay nada de vaguedad! ¡Nada de ideas generales! Él es la resurrección y la vida. La imprecisa expectativa de la resurrección se concreta de golpe. El futuro del ser humano no es incierto ni tiene características abstractas sino un rostro humano: el de Jesús.

Ahora bien, este es un rostro que, ante la muerte y el sufrimiento, se estremece, se compadece, llora: «Jesús, llorando y muy conmovido, preguntó: “¿Dónde lo habéis enterrado?”». El evangelista ha llenado el relato de alusiones a la cruz. No en vano, para el evangelio de Juan, el acontecimiento de la resurrección de Lázaro es la gota que colma el vaso para los judíos y que desencadena los sucesos de la Pasión. Es decir, el Señor que nos va a dar la Vida lo va a hacer por el camino de la muerte. Nuestro Dios no tiene soluciones mágicas para el sufrimiento: responde a él sufriendo. Nuestra Vida –el hombre Jesús– camina hacia la Cruz.

Este es el sentido, en definitiva, de que nos confrontemos con este pasaje al final de la Cuaresma: y es que el amor y la amistad con el Señor Jesús son la única cosa capaz de hacernos acompañarlo en su camino al sufrimiento y la muerte de la Cruz. Si lo hacemos, descubriremos que ser amigos y amigas de Jesús –como lo es Lázaro– es ya resucitar… porque él es la Resurrección y la Vida.

Pablo Bernal sscc