Jueves Santo: los pies y las manos

Llevábamos poco en Jerusalén, el ambiente no era bueno, se palpaba la tensión en esta ciudad que congrega a tanta gente por la Pascua, siempre con la mirada de los romanos sobre los judíos y cualquier tipo de altercado que pudiera producirse. Entre nosotros también había algo de temor. La figura de Jesús se había ido ganando enemigos y sospechas ¡Con tanto que había hecho por la gente! ¡Tantas curaciones, palabras de esperanza, miradas de acogida y perdón! Todo eso parecía que quedaba atrás, muy a lo lejos, en las sombras de las palmas de fiesta…

Nos reunimos un día para cenar, algunas conversaciones se iban mezclando, pero no quedaba casi rastro de la exaltación que en otros momentos habíamos vivido como grupo. Los temores, la incomprensión, los fracasos cansados, las expectativas, las diferencias… todo ello llegaba a nuestra mesa, pero permanecíamos unidos. No todos habíamos estado de acuerdo con la decisión de venir a Jerusalén, ¿demasiado peligroso? Mirándolo ahora quizás sí lo era, pero Jesús siempre miraba de frente, nada lo echaba hacia atrás, y, cuando en este momento lo pienso, recuerdo que en el fondo nunca me pareció imprudente.

En medio de la cena se levantó y se quitó el manto que normalmente llevaba. Cogió una toalla. Entre nosotros había caras de extrañeza, pero nadie se atrevió a preguntar, toda la cena estuvo marcada por una mezcla de sencillez y misterio. Habíamos visto mucho durante estos tres años de vida con Jesús, cómo se acercaba a la gente y tocaba su corazón de una manera incomparable. A nosotros también se nos había acercado y nos había llamado por nuestro nombre, nunca lo olvidaré, pero hasta entonces no nos había tocado como lo hizo aquel día. Nosotros no le habíamos gritado por el camino, ni nos habíamos agachado buscando la fuerza de su manto, ni le habíamos suplicado la Vida, pero Él se acercó a cada uno de nosotros ¡arrodillado! y nos lavó los pies. El silencio hacía resonar el agua que caía de la jofaina y los roces de la toalla sobre la piel. Descubrí que no es lo mismo verle tocar al paralítico y ponerle en pie, que sentirle a mis pies lavándome. Entendí que Pedro no quisiera, yo también quise negarme; comprendí perfectamente sus palabras (“¡también las manos y la cabeza!”), porque yo tampoco quería separarme de Él. Creo que descubrí aquel día lo difícil y lo bello que es recibir el Amor hasta el extremo.

Luego nos habló de lo que había hecho. Yo estaba tan sobrecogido que no capté la mayoría de sus palabras, y él tan preocupado mirándonos y preguntándonos ¿entendéis? No sé si ese día entendimos, creo que vivimos, y más tarde fuimos comprendiendo. Aún nos quedaban muchas cosas que vivir, y hoy me alegro, cada vez más, de ese último regalo que nos hizo. Ya nos estaba anunciando dónde poner las manos y los pies.